La mayoría de las personas que acuden a un servicio de atención psicológica, terapia familiar, consejería, entre otros, lo hacen desde la profunda sensación de que algo predominante en sus vidas y relaciones ya no puede continuar igual. Tal vez el recurrente malestar al tratar sin éxito de comprenderse con su pareja, el fracaso por no conseguir comportamientos adecuados en sus hijos, el dolor de sentirse rechazado por sus compañeros o por tener un hábito que, lejos de ayudarlo a labrar sus sueños, quebranta su espíritu.

Aunque los consultantes no siempre lo expresen concretamente, el pedido es similar en esencia: ayúdeme a encontrar una mejor forma de vivir, una en la que el vacío, la tristeza, la culpa, la ira o el miedo, dejen de ser mi principal compañía. Es decir, desde el malestar se eleva un clamor, susurrante o bullicioso, que sugiere la necesidad de un cambio.

…desde el malestar se eleva un clamor, susurrante o bullicioso, que sugiere la necesidad de un cambio…

¿Cómo debería recibir este pedido un terapeuta que intenta amar a Dios con la mente y el corazón? ¿Qué haría la diferencia con respecto a profesionales con otros principios de vida?

Aquí comparto algunas de las conclusiones a las que he llegado, reflexionando en estas preguntas:

  1. Ver al consultante como imagen de Dios y, por lo tanto, con profundo respeto, recordando el amor cuidadoso y compasivo que Él le tiene, Su propósito para con la persona, así como Su deseo de otorgarle vida abundante. Sabiendo, entonces, que es Dios quien obra en la historia personal del consultante y, a través de esa persona, en la historia de su propia comunidad y contexto. Reconocer con humildad que Dios lo trae a la consulta para introducir al profesional dentro de ese proceso de llamamiento y liberación. Cada consulta, entonces, no es “una más”, sino un paso dentro de la revelación de los misterios de Dios para esa persona.
  2. Observarse a uno mismo en calidad de terapeuta, como un acompañante facilitador del camino de “transición” que busca la persona, que puede ser desde el dolor hacia la esperanza, desde el vacío hacia el hallazgo de sentido, desde la culpa hacia la responsabilidad reparadora o hacia la liberación de cargas que no le corresponden, desde la ira improductiva que late impotente esperando convertirse en violencia hacia acciones transformadoras que construyen justicia para sí mismo o para otros, o desde el miedo paralizante hacia las acciones protectoras.
  3. Facilitar en la terapia que la persona observe, con mejor claridad, las consecuencias positivas y negativas de sus elecciones de vida, y afinar una mirada más responsable de sí mismo y sus acciones. Esto también prepara a la persona para escuchar el llamado de Dios a escoger alternativas que construyen su Reino, en lugar de otras que atentan contra la Shalom de Dios, esa paz integral, tanto personal como comunitaria.
  4. Tomar en serio su preparación, no solo académica sino también de trabajo personal, con los propios “fantasmas” de su pasado y presente para ser capaz de acompañar adecuadamente a las personas. El amor a Dios debe traspasar la ética del terapeuta, de modo que, con base en su formación y experiencia, sea capaz de reconocer en cada caso cuáles son sus alcances, pero también sus límites. Actualmente se observa cómo el negocio de la salud mental repercute en una serie de ofertas que, lejos de allanar el camino hacia el cambio, perpetúan las dificultades. En este sentido, nutrirse continuamente de los avances científicos, así como de la experiencia de otros terapeutas experimentados y compartir con ellos las propias dificultades que se encuentran en los procesos terapéuticos es fundamental para desarrollar bien el rol.
  5. Finalmente, el terapeuta que ama a Dios debe ser capaz de encontrar alternativas de ofrecer este servicio a personas que, por su situación económica y/o social, no pueden acceder a los mismos. Como creyentes, somos responsables de promover el cuidado de personas históricamente marginadas y facilitar que accedan a distintas formas de cuidado. Tarifas diferenciadas, reducciones en los honorarios, procesos terapéuticos en modalidad grupal, son alternativas que ayudan a alcanzar este objetivo.

Verónica De la Torre es Psicoterapeuta de Pareja y Familia. Es una profesional de la CECE con varios años de participación y apoyo en el ministerio.

  • Escuela Vasco Navarra de Terapia Familiar (España: 2017-2019)
  • Magister en Intervención y Asesoría Familiar Sistémica (Universidad Politécnica Salesiana -2008)
  • Certificación Internacional como Instructora (Instituto Tecnológico de Monterrey– 2012)
  • Lic. en Gestión Social (PUCE-2003)