Hace un par de años, en una de nuestras visitas a Nueva Zelanda, tuve la alegría de poder manejar un automóvil que nos prestaron por ese tiempo. Los amigos y amigas que visitamos me preguntaban con frecuencia si hallaba difícil o confuso manejar desde el otro lado de la vía, pues en este país se maneja desde el carril izquierdo, siguiendo la costumbre de Inglaterra, no el derecho como en Ecuador y América Latina. Les respondía que sí era confuso inicialmente, pero que encontraba que la señalización de tránsito en Nueva Zelanda me ayudaba muchísimo pues era clara, frecuente y bien diseñada y me mantenía en el carril correcto todo el tiempo. Estas reglas de tránsito expresadas en la señalética me orientaron y me evitaron accidentarme.

Cuando uno de los colegas asesores del movimiento estudiantil escuchó mi respuesta, comentó que era interesante la visión de un migrante asiático sobre las mismas reglas. Este migrante le dijo en una conversación, que creía que Nueva Zelanda era un país muy legalista, lleno de reglas. Este hombre decía que, en su país, él podía cruzar la calle más rápido sin tener que esperar la autorización de los semáforos y sin tener que hacerlo por la zona de cruce. Nueva Zelanda, en su opinión, tenía demasiadas restricciones para la circulación de los peatones. En este caso en particular, este hombre encontraba restricciones en las reglas, mientras yo encontraba libertad y seguridad. Continuó la conversación con mi colega asesor sobre las diferentes percepciones que las personas tienen acerca de las leyes y reglas de los países, y sobre cómo estas percepciones están formadas por personalidad, cultura, diferentes racionalidades de gobierno, etc.

Obviamente no toda ley refleja o apunta a la justicia o a lo ético. No estoy aquí para afirmar lo contrario. En Ecuador hemos desarrollado una aguda sospecha acerca de la elaboración de leyes y reglamentos, decimos “Hecha la ley, hecha la trampa”. Y, por supuesto, hay leyes y disposiciones—y prácticas que se han vuelto ley—frente a las cuales estamos en la obligación de ignorarlas, rechazarlas, eliminarlas o reformarlas. De todas maneras, necesitamos leyes y reglas que orienten nuestra convivencia.

¿Qué hace que uno esté predispuesto a seguir la orientación de una ley? Creo que la predisposición de uno es alimentada al conocer o estar consciente de lo que algunos llaman: el “espíritu” de la ley, o el “corazón” de la ley. Y ese es el caso del libro de Deuteronomio.

Deuteronomio, o la Ley 2.0, no es fundamentalmente un libro lleno de reglas que hay que seguir so pena de ser castigado, o que hay que seguir sin saber el por qué o para qué.

Comparto aquí una serie de ideas para motivarnos intrínsecamente, es decir, desde dentro, a seguir la Ley. El tema es más amplio y complejo, pero ahora ofrezco estas iniciales ideas.

Seguimos la Ley de Dios como muestra de una respuesta agradecida a la liberación y salvación de Dios. Es con esta motivación que debe ser obedecida la Ley. Moisés advirtió al pueblo sobre tener siempre fresca en su memoria la liberación de Egipto por parte de Dios (Deuteronomio 6:12). El evento de liberación de Egipto debía estar al centro de explicar y transmitir los mandatos a la siguiente generación. Observemos lo que dice Moisés “En el futuro, cuando tu hijo te pregunte: ‘¿Qué significan los mandatos, preceptos y normas que el SEÑOR nuestro Dios les mandó?’, le responderás: ‘En Egipto nosotros éramos esclavos del faraón, pero el SEÑOR nos sacó de allá con gran despliegue de fuerza’” (Deuteronomio 6:20-21). El corazón detrás de la Ley es reeducar y reordenar la vida de la comunidad luego de la liberación de la opresión egipcia, orientando así a la gente en cómo vivir la vida bajo el gobierno justo, bueno y amoroso de Dios.

Seguimos La ley de Dios como muestra del cuidado por la comunidad y el resto de la creación humana y no humana. Es con esta adicional motivación que debe ser obedecida la Ley. Moisés le dice al pueblo: “El SEÑOR nuestro Dios nos mandó temerle y obedecer estos preceptos, para que siempre nos vaya bien y sigamos con vida…si obedecemos fielmente todos estos mandamientos ante el SEÑOR nuestro Dios, tal como nos lo ha ordenado, entonces seremos justos” (Deuteronomio 6:24-25). El corazón detrás de la Ley es proteger y promover la vida plena de la comunidad de creyentes, previniendo así el caos y potencializando la justicia, tal como dice el texto que se citó. Cada vez que obedezco la Ley de Dios protejo y promuevo la vida de alguien: cuido sus bienes, pues no robo; cuido su salud, pues respeto su descanso; cuido su estabilidad familiar, pues no ando en aventuras con su cónyuge; y así pueden multiplicarse los ejemplos. Debemos mantener esta pregunta en mente: con este mandamiento a hacer algo o a abstenerme de algo, ¿cómo estoy cuidando de mi prójimo

Seguimos la ley de Dios porque el SEÑOR mismo nos capacita para hacerlo. Una motivación adicional para obedecer la Ley. El SEÑOR una vez dada la Ley no nos dice “allá, verán ustedes como se las arreglan”. No. Él mismo capacita a su pueblo para seguir su Ley. Moisés le dice al pueblo que la Ley no es superior a sus fuerzas ni está fuera del alcance del pueblo. Muy poéticamente Moisés afirma que la Ley no está lejos en cielo ni más allá del océano. El mandamiento o la palabra está cerca del creyente: en su boca y en su corazón (Deuteronomio 30:11-14). ¡Qué gracia de Dios! Resulta que el corazón de la Ley está en nuestro corazón. Ahora mucho más con el Espíritu Santo morando en nosotros los creyentes, pues Cristo a través de la ley del Espíritu de vida, por un lado, nos ha liberado del pecado y la muerte (Romanos 8:2) y, por otro lado, regula y da forma a la vida y al carácter del creyente y de la comunidad cristiana: vida y paz (Romanos 8:6), y el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22). Debemos mantener esta convicción en nuestra mente y corazón: el SEÑOR me empodera para obedecerle.