“Cuando miro el cielo de noche y veo la obra de tus dedos
    —la luna y las estrellas que pusiste en su lugar—, me pregunto:
¿qué son los simples mortales para que pienses en ellos,
    los seres humanos para que de ellos te ocupes?”

Salmo 8:3-4 (NTV)

Con el pasar del tiempo, las noticias referentes a temas ambientales son cada vez más catastróficas. En noviembre del pasado año, siete expertos advertían que “hay suficientes pruebas científicas como para declarar un estado de emergencia planetaria” (Lenton, et al, 2019). La evidencia del cambio climático, los fuegos incesantes y destrucción de la biodiversidad en la Amazonía y otros territorios, la contaminación de los océanos, la pérdida de hielo en Groenlandia, una Antártica verde, etc. son eventos interconectados que no solo amenazan la sobrevivencia del ser humano y otras especies, sino que son el resultado de determinadas acciones humanas que condujeron a fuertes impactos en el medio ambiente. Por varios años, el modelo de desarrollo no consideraba la variable ambiental y poco se tenía en cuenta la limitación de los recursos naturales. La urgencia de tomar medidas y armonizar el crecimiento económico, bienestar social y el cuidado del medio ambiente, continúa presentándose como un reto dentro de la agenda global.

Actualmente, con el confinamiento por la pandemia del COVID-19, las actividades económicas se redujeron, lo que resultó en una reducción temporal de la contaminación del aire y la emisión de los gases de efecto invernadero (Hernandez, 2020; Henriques, 2020); generando un respiro al medio ambiente. No obstante, esto solo es una vista parcial y sería impropio concluir que los problemas ambientales se encuentran en mejoría ya que la contaminación y “emisiones probablemente aumentarán a niveles anteriores cuando la actividad económica repunte a medida que se resuelva la crisis” (Hamwey, 2020). Ahora, nuevos problemas salen a luz, por ejemplo, el manejo de los desperdicios médicos o los daños colaterales de la población más vulnerable que depende económicamente de los recursos naturales, así como otros servicios ecosistémicos. 

La crisis ambiental por la que atravesamos (sin dejar de lado la crisis del coronavirus), a pesar de ser una muestra de incertidumbre y riesgo en el mundo, se presenta como una oportunidad para reflexionar sobre nuestra responsabilidad con la creación. “El Señor Dios puso al hombre en el jardín de Edén para que se ocupara de él y lo custodiara” (Génesis 2:15), y así seguimos encontrando, a través de los capítulos 1, 2, 3 y 9 del libro de Génesis, la relevancia de nuestro rol como mayordomos de la creación. El Teólogo Juan Stam (2003) sostiene que Dios “nos ha puesto como ‘su imagen real’ en todas partes de su territorio, haciéndonos representantes autorizados para llevar adelante sus mismos propósitos con su creación, pero jamás para destruirla o dañarla” (p. 5). Aun a sabiendas de que el Reino de Dios se establecerá en plenitud sólo cuando Jesucristo regrese— y no por medio de la acción humana —la Iglesia tiene la responsabilidad de vivir en la tierra y de servir como representante, aquí y ahora, de la realidad de ese Reino (CETI, s.f).

No es de sorprenderse, que existan varias posiciones con respecto al tema ambiental. De un lado, ciertos versículos bíblicos “han sido manipulados para ‘teologizar’ la explotación irresponsable del medio ambiente” (Stam, 2003, p. 5) mientras que, por otro lado, varios movimientos sociales “minimizan al ser humano dentro de la creación y atribuyen una importancia de la creación sobre el ser humano y aún más sobre su Creador” (MacArthur, s.f.), a tal punto de adorarla. Dios es el Señor de la creación, todo lo que hay en la tierra le pertenece (Salmo 24:1) y “creó todas las cosas por medio de él, y nada fue creado sin él” (Juan 1:3). Él creó todo en perfecta armonía y vio que era bueno. Sin embargo, y nuevamente, han sido nuestras transgresiones las que encaminan a la creación entera a gemir de angustia como si tuviera dolores de parto (Romanos 8:22) — Stenazo.

Pero, es exactamente en este punto, donde retomo la pregunta de Salmo 8:4 “¿qué son los simples mortales para que pienses en ellos, los seres humanos para que de ellos te ocupes?”. El Señor de la creación, en su gracia y misericordia a través de la obra de Jesucristo, nos otorga la tarea de ser co-cuidadores, co-protectores, co-administradores de la creación. En este Salmo, David no solo exalta a Dios por la majestuosa obra de Sus dedos, sino que “se asombra de que se nos haya colocado como mayordomos encargados de hacer de la creación un mejor lugar para todos” (Callejas, 2010). Es el llamado a ser agentes de reconciliación y justicia para con todo lo que nos rodea, para toda su creación. Si el Evangelio realmente revela buenas noticias, la naturaleza y todo aquello que Dios nos ha permitido administrar, ha de ser testigo y favorecido por este anuncio y es por tanto que, “el ser humano redimido por Dios no puede ignorar su compromiso ecológico” (Villegas, 2016, p.1).

Nuestro deber cristiano, nos debe guiar a reconocer con gozo y gratitud la oportunidad que tenemos para tomar decisiones con sabiduría y ser temerosos de Dios para manejar el medio ambiente (Dellutri, 2014). “Cuidar la creación de Dios es parte de nuestro servicio a Dios y una parte integral de nuestro papel como siervos en el reino de Dios” (Geneva College, s.f.). Que nunca se nos olvide atribuir la gloria a Dios y que cuando nos encontremos rindiendo cuentas, no quede la insatisfacción de una tarea mal realizada. Tomémonos el tiempo de contemplar a detalle y pensar ¿que podríamos hacer para mejorar las condiciones del medio que nos rodea? y ¿cómo ser partícipes con Dios de su obra, desde esta ‘nueva normalidad’?

Referencias bibliográficas


Iliana Ninahualpa, miembro de la Junta Directiva de la CECE. Ili estudió Economía en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Siempre ha mostrado interés en temas ambientales y sociales.